viernes, 7 de mayo de 2010

Deia se suma a la aventura

DEIA se suma a la aventura

Un redactor de este periódico formará parte de la expedición que el 17 de mayo partirá en bici de Bilbao a París recreando el trayecto que realizó El Cojo en 1910

Alain Laiseka - Sábado, 24 de Abril de 2010
 
 Bilbao

Habituado a afrontar grandes retos por puro orgullo, el chico era de Bilbao y, claro, le desbordaba esa especie de terquedad y osadía vanidosa, el gen botxero que le llevó a derribar las limitaciones que le imponían su físico -no era precisamente un modelo atlético- y la precariedad económica -conseguir una bicicleta digna para competir, no aquella de mujer que compró a unas traperas en el Campo Volantín, fue el gran obstáculo para lograr su primera licencia ciclista-, a Vicente Blanco, El Cojo, no le supuso un esfuerzo voluntarioso extraordinario alistarse en una aventura bíblica para la época. Una osadía. O una locura. Nada más y nada menos que correr el Tour de Francia, el de 1910. Se lo propuso Manuel Aranaz, amigo y mentor. Y aceptó El Cojo. Claro. Era de Bilbao.


Leyó el reglamento del Tour, aquello del ciclista que sale solo a la aventura, y lo tomó al pie de la letra. Se fue en bicicleta hasta París. 1.100 kilómetros solo. Una odisea a principios de siglo.

Cubrió el trayecto que recrearán su sobrino biznieto, Gonzalo Melero, Óscar Esteban y Dani Suñe a partir del próximo 17 de mayo, cuando partan en bicicleta desde Bilbao rumbo a París, cerca de 1.100 kilómetros, en un plazo de siete días. Una aventura a la que se sumará DEIA, pues uno de sus redactores formará parte de la expedición, completará el recorrido en bicicleta y recogerá en una especie de cuaderno de bitácora el paso de los kilómetros, la mutación paulatina del paisaje, las anécdotas, cualquier momento, un instante, un suspiro, una frase, el silencio... Todo.


No será, como decía Melero, la recreación íntegra de la gesta de El Cojo. Principalmente, porque el siglo exacto de distancia entre las dos aventuras las convierte de por sí en extrañas la una de la otra. Imposible rehacer las circunstancias que envolvieron la gesta. Por ejemplo, aquellas carreteras descarnadas, sin asfaltar en casos, que, sin embargo, no amedrentaban al bilbaino, que aseguraba años después que la bicicleta era su forma habitual de desplazarse a las carreras y que, incluso, era mejor viajar a París que a Barcelona por la calidad del pavimento. No resistía el estatal la comparación con el francés. O aquel zurrón semihueco, cargado sólo de unos pocos alimentos -insuficiente para rearmar los músculos desgastados- y la carta de recomendación para Henri Desgrange. O las bicis, claro, aquellas primeras máquinas de hierro que pesaban quién sabe cuánto. ¿Quince kilos? Una barbaridad, en todo caso. Habría que llenarse de plomo los bolsillos -parafraseando el libro de relatos sobre el Tour de Ander Izagirre, Plomo en los bolsillos-, cruzar Euskal Herria y media Francia por pistas de tierra y avanzar en llanta como El Cojo cuando desgastó las gomas, pues no llevaba recambio, para recrear fielmente aquel viaje. Imposible. La aventura, por tanto, se queda en la esfera romántica, en el elogio al espíritu indomable de Vicente Blanco, paradigma de aquellos hombres irreductibles, de aquellos ciclistas irrepetibles.

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